20 de junio de 2013

Hoy, en el mini Carrefour, la cajera metió mis compras en una bolsa y apoyó la bolsa en un libro muy grueso que había quedado olvidado sobre el mostrador. Mientras pagaba miré el lomo: era un voluminoso ejemplar de La montaña mágica de Thomas Mann. En cuatro o cinco segundos imaginé a su dueño llegando a su casa, dejando la bolsa en la cocina, sacándose el abrigo y dándose cuenta, con amargura, de que le faltaba el libro. En los siguientes cuatro o cinco segundos imaginé a la cajera agarrando el libro, metiéndolo en su cartera, googleando el precio en su casa y poniéndolo en venta en Mercado Libre. Y en los cuatro o cinco segundos posteriores me imaginé a mí mismo llevándome el libro medio escondido debajo de la bolsa, llegando a mi casa y, rojo por la culpa y la vergüenza, poniéndolo en el estante más bajo de la biblioteca. Al final, cuando terminó de darme el vuelto, le dije a la cajera “esto se lo olvidó alguien, ¿no?”. Ella miró el libro con un gesto raro, como si nunca hubiese visto un libro en su vida, me dijo “es probable” y lo guardó debajo del mostrador. Cuando salí a la vereda y caminé veinte metros, vi venir en el sentido contrario a un tipo de mi edad, medio apurado y con una bolsa del Carrefour en cada mano. “Te olvidaste el libro”, le dije, adivinando quién era, “te lo guardaron abajo del mostrador”, y él sonrió como quien encuentra plata en la calle o como quien ve acercarse a su colectivo, tras media hora de espera, a las tres de la mañana de una noche de invierno.

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