31 de agosto de 2005

La revolución es un sueño eterno

H. dice:
Hola
M. dice:
Hola, ¿cómo andás?
H. dice:
Bien, acá, recién llegada de la calle, ¿y vos?
M. dice:
Acá, trabajando … proletario explotado por el sistema capitalista.
H. dice:
Bueno, no te preocupes, ya va a llegar un día en que no va a ser así.
M. dice:
¿Cómo sabés?
H. dice:
Tengo planes.
M. dice:
¿Viables o utópicos?
H. dice:
Viables.
M. dice:
Ok. Los espero.
H. dice:
Bueno, cuento con tu apoyo.
M. dice:
Ah… a primer golpe de vista leí "cuento con tus cuentos". Pero ellos, aunque quisieran, no podrían hacer nada…

24 de agosto de 2005

Diario de viaje (papeles viejos)

5 de enero de 2002
Montevideo, Punta del Diablo.
República Oriental del Uruguay.

19 Y 20 DE DICIEMBRE: SIGAMOS EL EJEMPLO DEL PUEBLO ARGENTINO, es la primera pintada que leo en la 18 de Julio. Ocupa una ochava entera y está firmada por el 26 DE JULIO, MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO FRENTEAMPLISTA.

Llegamos muy temprano a Montevideo y, al ver que el primer bus al departamento de Rocha salía recién a las diez de la mañana, decidimos tomar un taxi hacia otro punto de la ciudad. Dejamos los bolsos en la guardería de la terminal y, media hora después, estamos a punto de desayunar en un bar del Centro.

Es sábado y las calles están casi desiertas. Pedimos ocho mediaslunas, dos para cada uno. El mozo nos mira como si estuviéramos locos, y, al darse cuenta de que somos argentinos, nos aclara:
–Miren que acá las medialunas son así, eh. Y vienen con jamón y queso.

El taxista que nos devuelve a Tres Cruces tiene colgado del espejo retrovisor un muñequito aurinegro; después de preguntarnos cuál es nuestro destino, dice en voz baja como para sí mismo:
–Para el este se van los chiquilines.


El bus nos deja en la ruta junto a otros seis pasajeros, y una combi de la misma empresa nos lleva por un camino lateral hasta Punta del Diablo. El chofer usa anteojos negros y escucha la retransmisión de una FM argentina. M. dice que acabamos de pasar por el camping en que ella estuvo con un grupo de amigas algunos años atrás.

Lo primero que hacemos es mirar el mar. Punta del Diablo es un pueblo de pescadores que se ha ido trazando sin ninguna planificación. Hay ranchos construidos sobre la playa. No hay asfalto y se ven muy pocos árboles. La arena y el agua no tienen nada que ver con los de la costa de la provincia de Buenos Aires. Estar acá es como estar en un pueblo perdido de Brasil pero –gran ventaja– sin brasileros.

Como no encontramos lugares disponibles para cuatro personas y nos resulta muy pesado andar con los bolsos a cuestas por los terrenos irregulares, decidimos alojarnos transitoriamente en un hotel y a la tarde, más descansados, reemprender la búsqueda de alojamiento para el resto de la estadía.

Cuando le preguntamos si es posible alguna rebaja, la conserje del hotel nos dice que nos va a dar la habitación de la que se acaba de ir Jaime Roos.
–Ayer estuvo tocando en la playa –nos dice como zanjando la negociación.

Dejamos los bolsos ahí y vamos a comer a lo que suponemos que es la calle principal. Le preguntamos al mozo por algún lugar donde alojarnos. El mozo es negro y bocudo (más tarde lo bautizaremos "labios de churrasco"), y nos dice, en tono de confesión, que un amigo suyo es dueño de un hospedaje.

–Tienen que repechar dos cuadras, hasta una casa blanca, y ahí doblar veinte metros a la derecha –nos dice el nombre del lugar, y no nos cree cuando le decimos que no lo conocemos.

–Vamos . . . –dice como si lo estuviéramos cargando.

Aunque parecen hechas con carne picada, las milanesas que nos sirven se dejan comer. Tenemos demasiado hambre. La guarnición es ensalada mixta y la bebida es Doble Uruguaya, una cerveza que, como todas las de acá, es más rica y amarga que las argentinas.

Cuando terminamos de comer se nos acerca el tecladista que, acompañado por un guitarrista y una cantante, había estado tocando en el local. Tiene barba, es bastante robusto, y una bandana con arábigos le envuelve la cabeza. Se para junto a la mesa y nos pregunta si nos gustó su música.

–Sí –le decimos a coro.

–Ah, porque los vi entusiasmados –nos dice, y, para no alargar un silencio, Luis le pregunta de dónde es.

–De Gualeguaychú.

–Entre Ríos –completa Luis, y los dos se quedan incómodos, moviendo levemente las cabezas.

En la puerta del bar y en toda la calle principal hay puestos de artesanías atendidos por negros con dreadlocks. No sé si son uruguayos o brasileros, y cuando paso por al lado no los escucho hablar.

Más tarde, después de ir a la playa y mientras recorremos el pueblo, encontramos un complejo de bungalows. Cumbres Azules. Entramos a consultar. Los dueños nos atienden en su comedor. Desde ahí, desde la altura, se ve cómo cambia el color del agua en el mar dependiendo de la lejanía de la costa. La mujer, bastante mayor, nos dice el precio por día, por semana y por quincena. Habla mucho y anota nuestros nombres en un cuaderno de tapas duras y hojas rayadas.
–Anoto todo porque esto es una sociedad anónima –dice muy seria, supongo que para intimidarnos.

En un momento en que su marido (Orlando Araujo, oriundo de Tacuarembó) sube al entrepiso para mostrarle a las chicas cómo son las habitaciones, Rosa nos habla a Luis y a mí sobre las lechuzas que hay al frente de los bungalows. Yo giro la cabeza, vuelvo a mirar hacia el mar, y dejo a Luis poniendo la cara.

Mientras nos toma los datos y le damos nuestras direcciones, Rosa nos cuenta que tiene una hija que también está viviendo en Buenos Aires.
–En Capital, en la calle Charcas, bajo en la General Paz, ando ocho cuadras y ya estoy ahí –cuenta. Yo imagino la avenida con forma de herradura, no me dan las cuentas pero me quedo callado.

Arreglamos los números y los plazos, y quedamos en volver al día siguiente. Estamos contentos y tranquilos. Conseguimos alojamiento y el precio nos resulta relativamente bajo: en Argentina acaba de implementarse la devaluación, pero nosotros, a los dólares que tenemos, los ganamos como pesos.

Volvemos al hotel y hacemos las cuentas del dinero que nos queda. Armamos un pozo para sociabilizar los gastos en común. Decidimos que esta noche M. y yo vamos a dormir en la cama matrimonial, y los chicos, en la que hay en el entrepiso. Sorteamos los turnos para empezar a ducharnos. El ventiluz de la bañadera da a la galería del hotel, y Luis, aunque las chicas no demuestran preocupación, lo cubre con una toalla para que nadie las vea bajo la lluvia.

A las siete de la tarde, Andrea y Luis se tiran a dormir una siesta. M. y yo nos quedamos leyendo (traje unos quince libros en la mochila, y siento que si no los empiezo ahora nunca voy a terminarlos) y haciendo comentarios sobre el lugar.

Más tarde, M. y yo salimos a comer. En el restaurant, frente al hotel, pedimos una cerveza Pilsen y tenemos una confusión cuando queremos elegir una pizza. El mozo, que es mucho más joven e inexperto que el de Montevideo, nos aclara:
–Pizza, es individual. Pizzeta es grande. Puede ser a la pala o al tacho.

Antes de volver al hotel vamos a dar unas vueltas. Caminamos en la oscuridad; el cielo está bastante nublado y en las calles no hay postes de luz. Cada tanto pasa algún auto; todos los que vi hasta ahora tienen patentes uruguayas. Cuando se apaga el motor, sólo escuchamos el canto de los grillos y, un poco más alejado, el ruido del mar.

22 de agosto de 2005

El contacto

El vagón estaba lleno. Rep viajaba en el asiento de enfrente leyendo un Página/12. Cuando se dio cuenta de que yo, desde el otro lado del pasillo, movía la cabeza intentando leer la tira que él había escrito y dibujado el día anterior, cerró el diario y lo puso a un ángulo de noventa grados del suelo para entregarme una mejor visión de la contratapa.

Nos levantamos los dos en la siguiente estación, fuimos codo a codo hacia los molinetes, subimos la escalera, salimos a la calle al mismo tiempo y caminamos juntos hacia la esquina más alejada. En todo el trayecto no nos dedicamos ni una sola mirada de complicidad; el contacto ya se había hecho de manera subterránea.

17 de agosto de 2005

Vituallas

Hace casi dos meses fui a que me sacaran sangre. Un médico gastroenterólogo necesitaba saber a qué se debía el cuadro de mareos y jaquecas que se me presentaba cada veinte o treinta días. El análisis posterior determinó que no tenía hepatitis ni ninguna enfermedad relacionada con el hígado.
–Además, si tuvieras hepatitis estarías amarillo. Hace poco vino un ponja y no pude darle un diagnóstico –bromeó el doctor.

Como conté acá, y también acá, durante algo más de un año y medio (alrededor de 480 días laborables) atendí un maxi kiosco en una esquina de Villa Urquiza. Calculando que, mientras esperaba a los clientes, escuchaba la radio o tomaba notas en los dorsos de las boletas de compras, consumía aproximadamente cuatro golosinas por jornada (sin contar las que me llevaba a mi casa para el postre de la cena) puedo deducir que en ese lapso de tiempo entraron a mi cuerpo, en forma de barras y de alfajores, unas 1950 vituallas de chocolate. Si a esa cifra le sumo las tazas grandes de café instantáneo, matutinas y vespertinas, que tomaba para despabilarme y acompañar a las mini-tortas, no resulta difícil darse cuenta de dónde provenían los cuadros de malestar.

–¿Sos alcohólico? ¿Escabias mucho?
–Tomo sólo de vez en cuando, o en reuniones sociales.
–¿Morfás lindo?
–Lo normal, supongo.
–¿Le das con más ganas a lo dulce o a lo salado?
–A lo dulce.
–¿El kiosco que tenías se fundió por tu gula?

El doctor, sin más estudios ni análisis, cortó el hilo por lo más delgado.
–Va a ser mejor que no comás chocolate ni tomes café por un tiempo.

El plazo de abstinencia es indefinido. Pueden ser seis meses o veinte años.
–Pedí turno cuando te vuelvas a sentir jodido –me aconsejó, me recetó unas pastillas que facilitan la digestión y me despidió del consultorio con una palmada en el hombro.

Desde entonces, cancelé todo lo que tuviera que ver con el chocolate y con la cafeína: desayuno leche caliente con vainillas y reemplazo el alfajor triple de la media tarde con una golosina de dulce de leche. Al principio pensé que no iba a poder resistir la tentación, pero hasta ahora estoy llevando adelante la abstinencia con bastante dignidad.

El problema de la vauquita es su tamaño: una sola no logra conformar una merienda, y más de una resulta empalagoso. Ayer la pedí en un kiosco nuevo que hay a la vuelta de mi trabajo.
–¿Qué querés, una vaquita, una colecta? Yo también quisiera una.
–Vauquita, esa de cartoncito amarillo, esa que es como una barrita de dulce de leche endurecido . . .
–Ah, vaquerita me querés decir . . .
El kioskero, un muchacho dos o tres años menor que yo, conocía a la golosina por su nombre moderno; era su primera experiencia en el rubro. Desde el fondo del local llegaban las voces de un informativo. Sobre una mesa había biromes, una pila de libros, un cuaderno espiralado, envoltorios de alfajores y boletas de compras.

15 de agosto de 2005

María del Carril

María del Carril nació en Buenos Aires en 1976. Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. En 2003, la editorial Libros del Zorzal publicó "Humus", su primer libro.

Clickeando aquí se puede leer El ateísmo de Roni, uno de los quince relatos cortos del volumen que fuera presentado de la siguiente manera por Ana Quiroga: "Hay en estos cuentos una mirada alejada de toda piedad y un humor sutil y descarado (…) Los ojos de María del Carril crean un universo que instala en nosotros una tibia sonrisa, menos duradera que la exquisita inquietud a la que nos conduce".

Con la publicación de este cuestionario, se inaugura lo que se proyecta como la primera sección fija de Unidad Funcional.


1- ¿Cuándo, cómo y por qué empezaste a escribir?

Empecé a escribir de muy chica. Escribía odas a las personas que me rodeaban, que eran grandes elogios barrocos. También escribía poesías de rima consonante, y mis "diarios íntimos".

2- ¿Qué leías en ese entonces y qué lees ahora?

En ese entonces, leía los libros que encontraba en nuestra casa en el campo, libros de aventuras de una colección española. Ahora leo distintas cosas. En este preciso momento, sólo leo a Simone Weil porque estoy preparando mi tesis de licenciatura en filosofía y tengo que resistir la tentación literaria.

3- ¿Lees a escritores de tu generación? ¿A cuáles?

De mi generación, argentinos, he leído a Gervasio Landívar, Ana Agote, Solange Camauër, Pedro Mairal.

4- ¿Cómo accediste a la publicación de tu primer libro?

Octavio Kulesz, de la editorial Libros del Zorzal, me ofreció publicar mis cuentos ahí.

5- ¿Cómo es la génesis de tus textos? ¿Tenés algún método sistemático de trabajo?

La génesis es impredecible. A veces un cuento surge de una palabra, de una sentencia, de un comentario, de una imagen, de una idea, de la variación de una idea, de un título. No tengo un método sistemático, escribo cuando estoy poseída por una idea y ganas de escribir.

6- ¿Escribís diariamente o por períodos? ¿En qué momento del día lo hacés?

Escribo por períodos, a veces de día y a veces de noche.

7- ¿Sirven los talleres literarios? En el caso de que creas que sirvan: ¿para qué?

Sí, creo que sirven. Sirven para que la escritura se convierta en una obligación, para tener lectores, para no ser condescendiente con uno mismo.

8- ¿Planeás una "carrera literaria" a largo plazo, o crees que eso no es del todo compatible con tu proyecto de vida?

No pienso en términos de una "carrera literaria". Siempre me gustó escribir, y voy a seguir escribiendo, a pesar mío.

9- ¿Disfrutás más del momento de la escritura o del de ver el texto terminado?

Disfruto del momento de la escritura, cuando estoy siendo llevada por las palabras, cuando descubro un lugar a donde ir, cuando encuentro las palabras para una idea.

10- ¿Qué consejo recibido (dentro o fuera del ámbito literario) recordás con más frecuencia?

Un consejo de Félix della Paolera: no escribir en los momentos de intensa emoción, sino después.

11- ¿Alguna vez, ante la pregunta "vos qué sos", respondiste "escritora"? ¿Por qué?

Por ahora no. Creo que porque no es un estado permanente, y porque me cuesta un poco definirme en un sustantivo.

12- ¿Por qué te dedicás a la literatura?

Porque me atraen los mundos imaginarios.

10 de agosto de 2005

Relación

La única vez que me metí calzado al arroyo perdí una zapatilla. Calculo que tendría diez u once años, y aunque busqué en el fondo del agua durante el resto de la tarde tuve que volver a la casa caminando semidescalzo por las calles de tierra. A los dos o tres días, cuando volví a esa zona del arroyo, encontré la zapatilla, embarrada y encallada entre dos piedras, sin habérmelo propuesto.

Otro día, doce o catorce años después, metí un boleto de colectivo en la página 45 de un libro en una mesa de saldos de la calle Corrientes. Varias semanas más tarde, cuando volví a la misma mesa, hojeando el mismo libro encontré, ésta vez en la página 20, el mismo boleto.

Ayer recordé uno de estos hechos, y a la noche, antes de dormir, lo relacioné con el otro.
La zapatilla era número 36, Topper blanca reforzada, y el libro, un delgado volumen de relatos del que me encargaré más adelante, sigue ocupando espacio en mi biblioteca.

8 de agosto de 2005

Googleando

La página de estadísticas a la cual estoy suscripto me permite saber que (a raíz de un comment dejado por Lyon varios post atrás) más de veinte personas han entrado a este blog luego de escribir en google: "fotos de sabrina garciarena". Aunque tengo la esperanza de que alguno se quede a leer, calculo que todos ellos integran el rubro visitas menores de diez segundos. Entonces, para los de siempre, y para que los eventuales fans de Sabrina se queden un rato más:

4 de agosto de 2005

La frescura de alguien joven

Mañana cumplo veintinueve años.

Si fuera futbolista, ya estaría entrando en la última etapa de mi carrera. Ningún empresario querría comprar mi pase. Sólo se fijarían en mí los clubes del ascenso o los que pelean por no caer en la zona de la promoción. No faltaría mucho para que, al acercarme a la línea de cal, los hinchas del equipo contrario, aferrados al alambrado, me gritaran "jubilate Molina", "te olvidaste las muletas" o "andá a jugar a los dados con tus amigos del geriátrico". Los hinchas locales tampoco me perdonarían. "¿Para esto tengo la cuota al día? Ladrón, anda a robar la guita a otro lado", gritaría algún plateísta, señalándome con un dedo y con la radio pegada a una oreja, ante mi segundo error defensivo.

En cambio, en el ámbito literario, donde un escritor es considerado joven hasta los cincuenta años, tener veintinueve significa ser un bebé de pecho.
El martes fuimos al último encuentro del Grupo Alejandría en Bartolomeo. El grupo está formado por seis jóvenes talleristas de Abelardo Castillo que, animados por su coordinador, organizan cada catorce días estas reuniones de lectura.
V. tenía miedo de que se tratara de un típico "café literario de viejos, con más personas leyendo que escuchando", y se sorprendió al ver todas las mesas ocupadas. La velada comenzó con la lectura de un cuento de Horado Conti y una entrevista a una autora que no conocíamos y que fue seguida con atención por el público. Después del primer parate (en el que pedimos una picada con cerveza que recién nos servirían media hora más tarde) llegó el turno de V., que subió al escenario y, luego de la presentación ("es guionista de tevé y escribe para niños", dijeron, en vez de "es guionista de un programa de niños y escribe para todas las edades") leyó Metonimia Salvaje, un cuento con mucho humor que yo ya había tenido el gusto de leer. Su lectura obtuvo buena repercusión, y al bajar –a pedido de una admiradora que más tarde le pediría un autógrafo– tuvo que regalar la fotocopia del relato.

Mientras transcurría la lectura de otros autores (demasiadas tés, debería corregir el inicio de esta frase), vimos llegar a Pablo Ramos, el invitado "famoso" de la jornada. Aunque yo conocía su cara por fotos, lo imaginaba más joven. "Claro, es un escritor joven", pensé. Cuando lo presentaron nos enteramos de su año de nacimiento: 1966. "Sólo diez más que yo, parece más grande", dije, y puse al tanto de la proximidad de mi cumpleaños al resto de la mesa.

Ramos leyó un cuento muy bueno de su último libro, y luego contestó preguntas al público y a la conductora del evento. Algunas de las declaraciones que recuerdo ahora son las siguientes:
-El orden altera el producto. Ni para bien ni para mal, pero lo altera. No es lo mismo que un personaje diga: "Entró a la casa, se sentó en el suelo y me dijo que lo había matado" que "Entró a la casa. Se sentó en el suelo. ´Lo maté´, me dijo".
-En el 99 no escribí nada, pero tomé la mejor decisión de mi vida: entré a Alcohólicos Anónimos.
-Corrijo cada texto con un lápiz distinto, y guardo las virutas en cajitas.
-Mi hijo pensaba que yo había escrito cada uno de los libros que hay en mi biblioteca.
También habló a favor de los talleres literarios y entabló un pequeño diálogo con los concurrentes a su propio taller que estaban presentes entre el público.

–Es así, tuvo el culo de publicar dos libritos en dos años, y ya armó su personaje carismático y sus kioskos: ex alcohólico, bar con biblioteca, tallercito literario . . . –escuché decir a una voz maliciosa que me llegaba desde la mesa de al lado.

Más tarde, mientras esperaba al colectivo a media cuadra de Corrientes, volví a pensar en mi cumpleaños y recordé parte del monólogo de un personaje de mi edad en una excelente película argentina:
"Ya no tengo la frescura de alguien joven ni la seguridad de un adulto. A la mañana me miro al espejo y tengo ojeras. Cobro un sueldo de empleado que apenas me alcanza para sobrevivir . . ."
Al distinguir a más cien metros a la silueta del 39, fui a mirarme al reflejo de una vidriera para intentar convencerme de que ese personaje, al menos en lo concerniente a la frescura juvenil y a las ojeras, no se parecía nada a mí.